viernes, 20 de noviembre de 2009

Megalitismo
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Dolmen en Valencia de Alcántara (Cáceres)
El término megalitismo procede de las palabras griegas mega (μεγας), grande y lithos (λιθος), piedra. Aunque en sentido literal podemos encontrar construcciones megalíticas en todo el mundo, desde
Japón a los gigantes de la Isla de Pascua, se denomina Megalitismo al fenómeno cultural localizado en el Mediterráneo occidental y la Europa atlántica, que se produce desde finales del Neolítico hasta la Edad del Bronce, caracterizado por la realización de construcciones arquitectónicas con grandes bloques de piedra escasamente desbastados llamados megalitos.
Este fenómeno se caracteriza esencialmente por la construcción de tumbas del tipo "
dolmen", en cuyo interior se entierra sucesivamente a los fallecidos del grupo, apartándose cuidadosamente los huesos de los anteriores difuntos (enterramientos colectivos). Los dólmenes pueden ser simples o de corredor y, a menudo, han estado cubiertos por un túmulo de tierra. Además, dentro del contexto megalítico, pueden hallarse también otras construcciones de piedra como "menhires", alineaciones, "crómlech", etc.
Grandes monumentos megalíticos se hallan diseminados por toda Europa, pero los focos más importantes se encuentran en
Bretaña, y en el norte de África, sur de la India, Persia, y ciertas regiones situadas entre el mar Caspio y Corea y Japón. Uno de los monumentos megalíticos más importantes es el de Stonehenge, en Inglaterra.

viernes, 13 de noviembre de 2009

ARTE Y ARQUITECTURA

Queremos referirnos en este apartado a las relaciones que se establecen entre arte y arquitectura a lo largo de la historia y de cuáles son los vínculos que se establecen entre ellos, entendiendo que trataremos de arte en el sentido de artes plásticas. No cuestionaremos aquí la artisticidad de la arquitectura que, por otra parte, creemos fuera de duda. Trataremos en primer lugar del papel que desempeñan la pintura, la escultura, etc., en la arquitectura, para ver posteriormente cómo ellas, a su vez, se sirven del fenómeno arquitectónico para alcanzar sus objetivos.

FIGURA 1:
SANTA SOFIA

FIGURA 2:
CATEDRAL REIMS

FIGURA 3:
VILLA PISANI

FIGURA 4:
PABELLON BARCELONA

Las relaciones de la arquitectura con las otras artes plásticas tienen su origen en la Antigüedad. Ya en Oriente Próximo y en Egipto era práctica habitual decorar los templos y las tumbas con relieves y pinturas murales, especialmente los interiores. En Grecia y en Roma la pintura mural y, en ocasiones, el mosaico formaban parte fundamental de las decoraciones de los interiores arquitectónicos. Con los Cuatro Estilos de la pintura pompeyana se crean por primera vez ilusiones visuales en las que los muros parecen abrirse a profundas perspectivas. La función que en el Románico cumplen los ciclos de pinturas murales y en Bizancio los ricos mosaicos parietales [FIGURA 1], la desempeñan durante el Gótico las vidrieras [FIGURA 2]. Una arquitectura en la que los muros se han reducido a la mínima expresión y en el que la luz es elemento fundamental, halla en las vidrieras un nuevo soporte para narrar las historias, las enseñanzas de la doctrina para la que ha sido creada. Ellas permiten, por una parte, la representación de las escenas deseadas y, por otra, incorporan el poderoso y sugerente elemento formal que constituye la luz.
Las pinturas ilusionistas pompeyanas tienen su continuación en las «quadrature», o pinturas ilusionistas [FIGURA 3] de perspectivas arquitectónicas surgidas durante el Renacimiento y llevadas a su perfección a lo largo del Barroco que, en ocasiones, además de una función decorativa podían tener como objetivo paliar o disimular defectos de la arquitectura que las acogía. En ellas se superan los límites físicos de la arquitectura real, ampliando indefinidamente los espacios a través de perfeccionadas técnicas pictóricas y de perspectiva. Leonardo da Vinci «abrió» la pared del refectorio del Convento de Santa María de las Gracias, en Milán, al pintar una Santa Cena cuyo fondo arquitectónico, con tres ventanas, es una prolongación de la arquitectura real del comedor del convento. En la misma línea debemos situar las pinturas de Miguel Angel en los techos de la Capilla Sixtina. Andrea Magtegna prosigue esta práctica con el óculo fingido de la Cámara de los Esposos del Palacio Ducal de la Mantua, en 1473. No obstante, la época de esplendor de la pintura ilusionista, «trompe l'oeil» o trampantojo, es el Barroco. No podemos dejar de citar las pinturas de Giovanni Battista Gaulli en las bóvedas de la iglesia del Gesú, en Roma, o las del padre jesuita Andrea del Pozzo para la iglesia de Sant'Ignazio en la misma ciudad. En esta misma línea debemos situar las pinturas de Francisco de Goya para la cúpula de la iglesia de San Antonio de la Florida, en Madrid, en las que unos personajes se asoman a la falsa barandilla que la bordea. Con el advenimiento de los nuevos materiales industriales que propician un nuevo tipo de arquitectura, las superficies antes destinadas a recibir decoración mural desaparecen casi por completo, siendo sustituidas por grandes aberturas. Nuevos valores espaciales, volumétricos y lumínicos han sustituido a los que dominaron en otros períodos [FIGURA 4]. Sólo en contadas ocasiones la arquitectura actual da cabida a murales o paneles que, en la mayor parte de los casos, son considerados en función de su valor intrínseco, de la importancia del artista autor de los mismos, que a su significación en el conjunto del edificio. Dentro de esta tendencia, por la relevancia de los pintores a los que se realizaron los encargos, y sin abandonar el marco español, podemos citar los ejemplos siguientes: las bóvedas de Albert Rafols Casamada para la Sala de las Cuatro Estaciones del Ayuntamiento de Barcelona (1982), la cúpula de Miquel Barceló para el Antic Mercat de les Flors de Barcelona (1986), el techo de Lucio Muñoz para la Casa del Cordón, en Burgos (1986), o el de Antonio Saura para la Diputación Provincial de Huesca (1987).

FIGURA 5:
PORTICO DE LA GLORIA

FIGURA 6:
ERECTEION

Una somera alusión a los espejos como creadores de espacios de ilusión por antonomasia. Fueron especialmente utilizados durante el Barroco y el Rococó, y su función, amén de multiplicadora, es muy parecida a la desempeñada por la pintura ilusionista: crear un cierto grado de confusión acerca de los límites reales del espacio, de las verdaderas proporciones de un interior, con la repetición de unos mismos motivos decorativos reflejados y multiplicados hasta el infinito.
Refiriéndonos a la escultura [FIGURA 5] hemos de decir que gran parte de ella ha permanecido ligada a la arquitectura durante largos períodos históricos, especialmente hasta el Renacimiento, en el que podemos decir que se independiza. A lo largo de la Historia del Arte vemos como relieves y esculturas se acoplan a las formas arquitectónicas, recubriéndolas, sustituyéndolas, adoptando incluso en ocasiones su función. Éste es el caso de las cariátides o estatuas femeninas portantes que suplantan o sustituyen las columnas, por ejemplo, en el pórtico del templo griego del Erecteión en la Acrópolis ateniense [FIGURA 6]. En la Edad Media, en los templos románicos y góticos, los relieves y las esculturas decoran la arquitectura y llegan a someterse totalmente a ella, hasta el punto de ajustarse perfectamente al marco o la forma en la que deben situarse, sea un capitel, una jamba de un portal o un tímpano. Las figuras representadas adoptan la postura que mejor se acomoda al marco que las de «contener». La escultura, arte que comparte su característica especial con la arquitectura, se independiza de ésta cuando consigue dominar el espacio, creando un cuerpo tridimensional, al tiempo que lo ocupa y lo desplaza. Una peculiar relación se establece con la arquitectura es el caso de las esculturas alojadas en hornacinas. Las hornacinas son excavaciones en forma de nicho practicadas en los muros del edificio, que proporcionan un espacio para una escultura.

FIGURA 7:
KAISERSAAL

FIGURA 8:
CAPILLA DEL SANTO SUDARIO

FIGURA 9:
SCALA REGIA

Otro elemento formal de gran importancia para la escultura y al que ya nos hemos referido someramente, es la luz. La luz puede ser considerada desde varios aspectos: como factor funcional, que se limita a proporcionar claridad a un especio, a iluminar, incluso a definir de manera formal los límites del mismo; como factor simbólico, con una carga significativa, aprovechando sus intrínsecas posibilidades de sugestión para transmitir mensajes o estados de ánimo determinados; como factor capaz de crear escenografías. Estas características de la luz han sido especialmente puestas de relieve en determinados períodos históricos como el Gótico o el Barroco.
Si bien determinados elementos plásticos como la escultura, la pintura, incluso los espejos y la luz, pueden modificar la visión de una arquitectura [FIGURA 7], otros efectos proceden de ella misma [FIGURA 8]. Podemos hablar así de correcciones ópticas. Con este término nos referimos a aquellas modificaciones que se llevan a cabo en las líneas de un edificio con el objetivo de contrarrestar las deformaciones determinadas por la forma cóncava de nuestras córneas. Es conocido el caso del templo griego del Partenón, en el que tanto la base o estereobato como la cubierta o entablamento están ligeramente combadas para evitar el efecto visual contrario que experimentaríamos en caso de tratarse de líneas totalmente rectas. Los fustes de las columnas clásicas, asimismo, presentan un ensanchamiento de sus diámetros hacia la mitad de su altura, que se denomina «entasis», y que tiene como misión proporcionar la ilusión de perfecta ortogonalidad. Correcciones del mismo tipo podemos encontrarlas en la fachada principal de San Pedro del Vaticano. Además de correcciones, del estudio de las proporciones de los elementos de la arquitectura pueden obtenerse efectos ópticos ilusionistas o engañosos. Por ejemplo, en la Scala Regia del Vaticano, de Gianlorenzo Bernini, mediante una doble sucesión de columnas que disminuyen progresivamente de tamaño, se consigue que la escalera parezca más larga y majestuosa de lo que en realidad es. [FIGURA 9] Efecto semejante se obtiene en la galería del Palazzo Spada, de Francesco Borromini, en Roma.
En las últimas décadas asistimos a un fenómeno contrario al expuesto, es decir, a la utilización por parte del artista plástico del hecho arquitectónico en su beneficio, tomándolo como soporte, como matera de trabajo y de experimentación. Los modos son múltiples y, entre otras posibilidades, pueden ir desde la simple utilización de la arquitectura como tema, como es el caso de los interiores de museos pintados por Miquel Barceló, o de las arquitecturas de sobrias columnatas de Anselm Kiefer, a la intervención en el espacio arquitectónico de una manera temporal, modificándolo.

ELEMENTOS FORMALES Y COMPOSITIVOS: LENGUAJES

Siguiendo a Wölfflin, hemos visto que pueden hacerse diversas lecturas de las formas arquitectónicas y de la manera en que se articulan, pero ¿cuáles son estas formas?, ¿configuran lenguajes diferentes?, ¿cuáles son éstos?...
Sin duda, el lenguaje arquitectónico más antiguo, mejor codificado y más extendido, tanto temporal como geográficamente, es el lenguaje clásico. El Lenguaje clásico surge con la arquitectura griega y romana, para reaparecer en todos aquellos edificios en los que existe una alusión, por mínima que ésta sea, a los órdenes antiguos. Orden es la sucesión de las diversas partes pertenecientes al soporte y a la cubierta, según reglas referidas a la forma, a la escala y a la decoración. En Grecia aparecieron los órdenes dórico, jónico y corintio, que Roma complementó más tarde con el toscano y el compuesto [FIGURA 1].

FIGURA 1:
ORDENES CLASICOS

Frente a la constatación de la existencia de un lenguaje perfectamente codificado que denominamos clásico, y a la no menos clara evidencia de la realidad de otras manifestaciones arquitectónicas realizadas a partir de otros códigos (Gótico, Futurismo, Modernismo, Expresionismo, Deconstrucción, Minimalismo...), los teóricos se han planteado la necesidad de definir esos sistemas formales, lo que permitiría la posibilidad de seguir construyendo «nueva arquitectura» con más alternativas que las derivadas del lenguaje clásico. Los lenguajes no clásicos, única manera de referirnos a ellos de manera global, presentan unas determinadas características que los diferencian del clásico. Las más remarcables son las siguientes:

FIGURA 2:
Nôtre-Dam-du-Hant

FIG. 3: ASIMETRIA

FIG. 4: CASA TASSEL

  1. Las arquitecturas no clásicas construyen a partir de un catálogo. Es decir, toman en consideración todas y cada una de las soluciones posibles para cada elemento (ventanas, soportes, cubiertas...) y eligen en cada ocasión la más idónea. Tratan los elementos arquitectónicos como accidentes individuales sin preocuparse por la igualdad ni por la simetría entre ellos, remitiéndose únicamente a sus necesidades específicas. A título de ejemplo, véase —a la izquierda— la iglesia de Nôtre-Dam-du-Hant. FIGURA 2)
  2. A lo largo de la historia los lenguajes no clásicos han mostrado una clara tendencia a la asimetría (Torre Einstein, de Erichi Mendelson, de 1920, en Postdam,) frente a la rígida simetría del lenguaje clásico (Palacio de Versalles, siglo XVII, Vresalles). [FIGURA 3]
  3. Frente a la «bidimensionalidad» de los edificios del lenguaje clásico, que por influencia de la perspectiva «quattrocentista» parecen construidos para ser contemplados desde un exclusivo punto de vista frontal, los edificios no clásicos apuestan decididamente por la tridimensionalidad. Estos edificios buscan los escorzos, las inclinaciones, se rechaza el culto al ángulo de noventa grados (Casa Tasel, Bruselas, 1892-1893, de Victor Horta). [FIGURA 4]
  4. Si los volúmenes del lenguaje clásico son bloques macizos, rotundos, recordemos por ejemplo Santa María Novella [FIGURA 5], los volúmenes en los edificios que no utilizan el vocabulario clásico tienden a «descomponerse». Cada parte del edificio, definido por su función, puede cobrar una cierta independencia volumétrica, que se articula a posterior con las demás. Es el caso del edificio de la Bauhaus, en Dessau, construido por Walter Gropius en 1925, en el que los volúmenes correspondientes a habitaciones, estudios, bibliotecas, etc. se articulan siguiendo una directriz quebrada [FIGURA 6]. La descomposición puede referirse asimismo a la planimetría del edificio, como ocurre en el Pabellón Alemán de la Exposición Universal de Barcelona de 1929, obra de Mies van der Rohe [FIGURA 7].
FIGURA 5:
SANTA Mª NOVELLA
FIGURA 6:
BAUHAUS
FIGURA 7
PABELLON BARCELONA
Santa Mª Novella Walter Gropius: edificio de la Bauhaus Pabellón alemán: Exposición Universal de Barcelona, 1929

FIGURA 8:
PABELLON MONTREAL

  1. La descomposición planimétrica o volumétrica de los edificios conlleva otro factor: al no disponer de un punto de vista único desde el cual se pueda aprehender, comprender todo el edificio, el observador se ve obligado a moverse, a desplazarse para captarlo en su totalidad. Este movimiento o recorrido implica un tiempo y éste constituye la denominada «temporalidad del espacio», identificable con la cuarta dimensión aportada a la pintura por los cubistas. En el lenguaje clásico el movimiento era innecesario, siempre existe un punto que nos da una visión completa y clara del edificio.
  2. Por último, señalemos que en la actualidad los lenguajes no clásicos se ven auxiliados por las innovaciones tecnológicas que permiten construir, por ejemplo, audaces voladizos, desafiando la gravedad, y cubiertas a base de caparazones y membranas (Pabellón Alemán de la Exposición de Montreal de 1967, por Frei Otto, [FIGURA 8]), alternativas a las cubiertas planas o abovedadas.

Si bien es posible que estas características se den simultáneamente en un mismo edificio, no es lo habitual. Estos rasgos son, en definitiva, unas reglas contrarias a las que rigen la sintaxis del lenguaje clásico y que, por tanto, están en la base de cualquier código no clásico.

LA FORMA Y SUS LECTURAS

La forma es la apariencia sensible de las cosas y la forma artística es la que surge de las manos del artista creador. En el proceso de creación, la forma se une a la materia sin la cual, como dijimos anteriormente, la primera no existiría.
Las formas arquitectónicas constituyen, como las pictóricas o las escultóricas, un lenguaje que contiene la posibilidad de transmitir mensajes. Los elementos formales básicos del lenguaje arquitectónico son la columna, el pilar, el arco, la bóveda, los dinteles, las molduras, etc. Todos ellos forman parte de sistemas constructivos determinados (adintelado, abovedado,...) y, a su vez, de lenguajes arquitectónicos concretos. Al modo en que cada uno de estos lenguajes arquitectónicos se articulan y se aplican podemos denominarlo estilo.

LA FORMA Y SUS LECTURAS
La arquitectura, como todas las artes plásticas, presenta unas determinadas formas físicas plasmadas en diferentes materiales. En la arquitectura estas formas son puras, no figurativas, salvo en el caso de elementos decorativos, por lo que han de ser valoradas por ellas mismas, sin cabida para la interpretación a base de identificadores con la realidad y la apariencia, como ocurre con determinadas tendencias de la pintura y la escultura.
El estudio de las formas arquitectónicas puede realizarse según métodos diversos. Rudolf Arnheim, por ejemplo, propone una análisis basado en la mera percepción: «Un edificio es en todos sus aspectos un hecho del espíritu humano. Una experiencia de los sentidos, de la vista y del sonido, tacto y calor, frío y comportamiento muscular, así como de los pensamientos y esfuerzos resultantes». En definitiva, para Arnheim las formas tienen un determinado efecto psicológico sobre quien las contempla, efecto derivado de sus intrínsecas cualidades expresivas: así, la línea horizontal comunica estabilidad, la vertical es símbolo de infinitud, de ascensión; una voluta ascendente es alegre, mientras que si por el contrario es descendente comunica tristeza; la línea recta significa decisión, fuerza, estabilidad, mientras que la curva indica dinamismo, flexibilidad; la forma cúbica representa la integridad, el círculo comunica equilibrio y dominio, mientras que la esfera y la semiesfera (cúpulas) representan la perfección. La elipse, por su parte, al contar con dos centros comunica inquietud, inestabilidad.
Otro sistema de análisis formal es el de la visibilidad pura de Heinrih Wölffin, quien realiza el análisis de cualquier obra de arte a partir de cinco pares de conceptos opuestos. Este método ha sido también aplicado corrientemente a la pintura y a la escultura, siendo su uso menos habitual en manos de la crítica arquitectónica. Las parejas de conceptos mencionados son las siguientes: lineal-pictórico, superficial-profundo, forma cerrada-forma abierta, pluralidad-unidad, claridad absoluta-claridad relativa. Veamos a continuación el significado y la aplicación que estos pares de conceptos tuvieron, en su momento, en el campo del análisis arquitectónico.

INSTRUMENTOS Y HERRAMIENTAS

La arquitectura cuenta con diferentes tecnologías que pueden darse aisladas o bien combinadas. Como decíamos antes, existe una arquitectura en madera, posiblemente una de las más antiguas, con una gran variedad de envigados, entramados y armaduras de cubierta, de la que tenemos muy buenos ejemplos en las construcciones orientales, en los templos chinos y japoneses de múltiples pisos; la textil, con el uso de cuerdas, estores, alfombras y entoldados; la de tapia, de fango o tierra sin cocer; la latericia o de piezas de alfarería, como el ladrillo, con estructuras típicas como son los arcos, las bóvedas, los tabiques, etc. que dio lugar a las magníficas construcciones del Próximo Oriente, donde nació el sistema de construcción abovedado; la pétrea, una de las más comunes en Occidente y tal vez la más conocida por nosotros, con sus diversos aparejos y su estereotomía; la metálica, de fundición, laminados o planchas, con sus sistemas de entramados y, entre las más modernas, la de hormigón, con toda una tecnología derivada de los encofrados, y la de plástico.
Los instrumentos o herramientas a utilizar en cada momento dependerán, obviamente, de la técnica constructiva a la que tengan que auxiliar y por ser demasiado prolija aquí su enumeración, haremos mención de algunos de ellos al tratar de los correspondientes materiales.

CASA BATLLÓ

METODOS DE APROXIMACION

Dadas las complejas características del fenómeno arquitectónico, son múltiples los métodos de conocimiento con que los estudiosos se acercan a él, según valoren preferentemente uno u otro de sus elementos o factores. Las doctrinas más conocidas, son entre otras: le funcionalismo, las teorías espacialistas, las interpretaciones positivistas y las formalistas.
El Funcionalismo, formulado por Louis H. Sullivan (1856-1924) en sus obras Kindergarten Chats (1901-1902) y The Autobiography of an Idea (1922-1923), afirma que en toda experiencia verdadera de la arquitectura la forma viene determinada por su función, adecuándose perfectamente a ella. Su máxima fue Form follows function, o sea, la forma sigue a la función. Pero no existe una sola definición de funcionalismo. La función existencial de la arquitectura, tal vez una de las más importantes, es aquella que brinda al hombre un lugar para existir, para habitar (Christian Norberg-Schulz). La funcionalidad técnica, por su parte, es la perfecta adecuación de la forma a la función y es a ella a la que se refería fundamentalmente Sullivan. La funcionalidad utilitaria es la que viene dada por el uso al que se destina el edificio. Toda arquitectura se debe lógicamente al uso del edificio y, si no es útil para aquella utilización para la que ha sido concebido, aquella construcción ha de considerarse fracasada.
Las funciones de la arquitectura no se agotan en su versión existencial, técnica o funcional; existe también una función íntimamente ligada a la idea de significado. Es decir, existen arquitecturas que tienen como función la comunicación de determinados mensajes ideológicos. Pero por encima de todas las funciones de la arquitectura, el arquitecto Alvar Aalto da preeminencia a la atención al ser humano. Humanizar la arquitectura fue una de las máximas, y aun él está de acuerdo con los postulados funcionalistas, afirma que el funcionalismo técnico no puede definir la arquitectura.
En la definición más corriente de funcionalidad, la de la perfecta adecuación de la forma a la función, la forma queda reducida al medio para obtener la función; no es un objetivo en sí misma, sino un mero agente. El funcionalismo debe contemplarse como una reafirmación de los valores puramente arquitectónicos (espacio, volumen, ...) frente a los pictóricos y escultóricos (tratamiento superficial de los muros, decoraciones...) que habían invadido el campo de la arquitectura.
En la verdadera arquitectura la forma es inseparable de la función y, según los funcionalistas, la experiencia estética de una arquitectura se identifica con la experiencia de la función. La utilidad es una de las propiedades fundamentales de un edificio, y éste no puede ser comprendido si no se toman en consideración sus aspectos funcionales. Los criterios funcionalistas no bastan para definir la naturaleza de la arquitectura, puesto que son aplicados a posterior, como una doctrina crítica, en el análisis de la adecuación del edificio, una vez construido, a la función para la que ha sido creado.
Otro grupo metodológico es el integrado por aquellas teorías que consideran que la esencia de la arquitectura es el espacio. Como señala Bruno Zevi en su obra Saper vedere l'architettura (1948), ya Focillón (1881-1943) había intuido esa idea al afirmar que «... es tal vez en la amsa interna donde reside la profunda originalidad de la arquitectura como tal». Pero quien realizó por primera vez una clara interpretación espacial de la arquitectura a lo largo de la historia fue Alois Riegl en Die Spätrömische Kunsindustrie nach den Funden in österreich (La producción artística romana tardía según los hallazgos en Austria, 1901). Esta concepción se impuso con fuerza a partir de la publicación de las obras de Heinrich Wölfflin y Paul Frankl, y ha sido defendida con entusiasmo por Bruno Zevi, Francastel y Siegfried Giedion. Todos ellos buscan el elemento caracterizador de la arquitectura en algo ajeno a la función. Pero el espacio por sí solo tampoco puede explicar todo el valor de un edificio. Si realmente sólo contara el espacio interior, contenido por los muros, no importaría la calidad de éstos, su material, sus formas esculpidas o modeladas, la ornamentación, la luz que incidiera sobre ellos, no importaría siquiera su existencia ya que, como afirma Roger Scruton en su obra La estética de la arquitectura (1985), en el espacio sin límites estarían contenidas todas las formas posibles de espacios interiores, incluso las más perfectas.
Aun cuando Bruno Zevi afirma que «... la esencia de la arquitectura no reside en la limitación material impuesta a la libertad espacial, sino en el modo en que el espacio queda organizado en forma significativa a través de este proceso de limitación... las obstrucciones que determinan el perímetro de la visión posible, más que el "vacío" en que se da esta visión», no omite el estudio de esos límites, del mismo modo que Siegfried Giedion, al tratar la teoría espacialista, no deja de conectarla con un cierto análisis histórico. En la opinión de este último, se dan tres etapas en el desarrollo de la arquitectura. Una primera, en que el espacio adquiere realidad por la interacción de volúmenes (Egipto, Sumer, Grecia...), época en que no se tenía en cuenta el espacio interior y se prestaba especial atención al exterior. La segunda fase comienza con el Imperio Romano y representa la conquista del espacio interior y, finalmente, la tercera que se inicia a comienzos de nuestro siglo XX y que, como resultado de la revolución óptica que representó el Cubismo al acabar con la perspectiva de punto de vista único, inició las relaciones entre espacio interior y espacio exterior. Lo cierto es que el espacio, si bien es condición necesaria para la existencia de la arquitectura, no agota su experiencia ni su sentido.

Castillo de Neuschwanstein

Existe un numeroso grupo de teorías positivistas que explican la arquitectura por las condiciones que la han originado. Son teorías derivadas del Positivismo filosófico surgido en Francia e Inglaterra hacia 1830. En este apartado situaríamos las teorías historicistas, que ven los diferentes estilos de la arquitectura como expresiones del tiempo histórico en que se crearon. Esto plantea evidentes conflictos: si un edificio manifiesta el espíritu de su época, lo mismo ocurre con todos los demás del mismo período; si es así ¿dónde radica la diferencia entre un buen y un mal edificio? Este tipo de interpretación se aplica, como la funcionalista, a posteriori. Es decir, puede aplicarse a los edificios una vez terminados, pero no afecta a la naturaleza intrínseca del edificio. El iniciador de esta teoría, que busca en la historia la explicación de las formas arquitectónicas, fue Jacob Burckhard y de él llega, a través de su discípulo Heinrich Wölfflin y Paul Frankl, a Siegfried Giedion y a Nikolaus Pevsner. Dentro de las corrientes historicistas, otro grupo de teóricos buscan la esencia de la arquitectura y del arte en la denominada krunstwollen o voluntad artística dominante, en un determinado período que reflejaría en la producción arquitectónica y artística del momento. Si bien es cierto que en la mayoría de los casos el conocimiento general de la historia, del gusto artístico del momento, puede contribuir a la comprensión de una obra, como ha demostrado sobradamente Erwin Panofsky, no brinda un conocimiento de lo que es propio de la arquitectura, de su esencia. Dentro de este grupo debemos situar asimismo las interpretaciones deterministas, según las cuales la morfología de las arquitecturas se explica a través de las condiciones geográficas y geológicas, además de por las técnicas y los materiales de que se dispone en cada tiempo y en cada lugar.

SECCION AUREA

MODULOR

Es también muy nutrido el grupo de los partidarios del formalismo. Como asegura Arnheim «... la forma puede ser desdeñada, pero no es posible prescindir de ella». En este apartado debemos situar teorías como la de la «Visibilidad pura» de Wölfflin, para quien las formas y su evolución son las protagonistas del arte, y otras basadas preferentemente en la composición. De entre estas teorías, que dan preponderancia a la forma, a la apariencia de los edificios, sobresalen las que tienen su clave en la proporción, una regla o un conjunto de reglas para la creación y combinación de las partes.
La teoría clásica de la proporción es, como explica Roger Scruton en su obra La estética de la arquitectura (1985), un intento de transferir a la arquitectura la idea cuasimusical de un orden armonioso, proporcionando reglas y principios específicos para la perfecta y proporcionada combinación de las partes. En definitiva, serán las relaciones matemáticas las que brindarán las reglas geométricas que regirán las composiciones arquitectónicas que buscan la perfección en la proporción. Esta concepción de la arquitectura no nació con el Renacimiento. De hecho la búsqueda de la secreta armonía matemática tras la belleza arquitectónica ha sido una de las más populares concepciones de la arquitectura, desde los imperios del Próximo Oriente hasta nuestros días. La idea fundamental parte de la existencia de formas y líneas diferentes que necesitan ser armonizadas entre sí por el arquitecto para lograr un buen resultado. Éste debe descubrir la ley matemática de la armonía, «así —afirma Scruton— el deleite de los edificios construidos siguiendo la ley resultante será semejante al de la música o al de una demostración de matemáticas». El primer paso para la construcción de una teoría de la proporción es tomar una medida básica, que sirva de módulo, a partir del cual se hallarán las restantes magnitudes. A pesar del paralelismo que pueda establecerse entre la matemática y la arquitectura, las teorías de la proporción no afectan la esencia de la arquitectura, no ofrecen ninguna estética general de la construcción. Entre las teorías de la proporción podemos señalar el denominado «número de oro» de Lucca Pacioli, explicado en su obra Divina proportione (1496-1497), la serie Fibonacci estudiada por Leonardo Fibonacci (1171-1230), y el «Modulador» de Le Corbusier. La actual crítica arquitectónica no niega la utilidad de las teorías de la proporción, puesto que resultan útiles para entender la armonía, la adecuación, el orden, pero dicen poco de la significación estética.
Junto a las teorías vistas hasta aquí existen otras que vinculan arquitectura y voluntad artística, otras que establecen cierta «simpatía» simbólica entre las formas y su significado (horizontal como expresión de racionalidad, de inmanencia; vertical, con connotaciones de infinitud; línea recta que expresa decisión, rigidez, mientras que la curva sugiere flexibilidad y la helicoidal es símbolo de ascenso, de liberación de la materia terrena...), y otras que afirman que sólo en la percepción estética y en el placer experimentado a través de ella puede basarse la comprensión de la arquitectura.
Como hemos visto, muchas de estas teorías resultan interesantes y permiten el acercamiento al fenómeno arquitectónico, pero ninguna de ellas en solitario puede ser considerada como la teoría que explique y permita la total interpretación de la arquitectura. En consecuencia, creemos que la solución radica en realizar una síntesis de todas ellas, eligiendo los aspectos más positivos y que más luz puedan arrojar sobre el lecho arquitectónico.

TIPOS DE ARQUITECTURA

Evidentemente, no todas las arquitecturas son iguales, básicamente porque no todas pretenden responder a unos mismos objetivos. A menudo se distingue entre arquitectura histórica o estilística, arquitectura popular o tradicional y arquitectura común o vulgar.
Para los historiadores del arte la arquitectura suele reducirse a aquellas obras que toman en consideración el espacio y los lenguajes artísticos, limitándose a estudiar una «selección» de arquitecturas clave, especialmente significativas dentro del desarrollo de la historia del arte. Estas obras podrán encontrarse de manera indistinta en el hábitat rural y en el urbano.
Definir la arquitectura popular plantea dificultades. Podemos establecer una distinción entre la arquitectura vernácula, que llamaremos popular, y la arquitectura primitiva. Las diferencias básicas entre ambas se derivan, por una parte, del diferente grado de complejidad técnica, y por otra, de la existencia o no de alusiones a la arquitectura histórica o estilística. La arquitectura primitiva tiende hacia la definición territorial con indicaciones jerárquicas y rituales: la cabaña del jefe, del brujo, el recinto sagrado..., mientras que la arquitectura popular busca, ante todo, la solución óptima de la función. Como características de la arquitectura popular señalemos el protagonismo de los materiales y de las técnicas constructivas propias de la zona, la participación directa del usuario en el proyecto y en la realización, el empleo de un repertorio formal de una gran sencillez, con algunas referencias puntuales a los lenguajes cultos y, en especial, la perfecta adecuación a las necesidades funcionales. En la arquitectura popular estas soluciones se dan sin pretensión de «estilo» ni de «artisticidad», pero no por ello sus realizaciones carecen de sensibilidad ni quedan completamente al margen de la estética. La arquitectura popular, al igual que la denominada estilística, puede darse en el hábitat rural y en el urbano.
Existe una arquitectura que no puede ser considerada ni estilística ni popular. Es aquella arquitectura cuyo único objetivo es la utilidad, sin ningún tipo de vinculación con el lenguaje de la arquitectura histórica y sin pretensión de artisticidad: es la arquitectura vulgar, meramente utilitaria, que llena nuestras ciudades.
Las diferencias establecidas entre los tipos de arquitectura vistos hasta ahora no han existido siempre, sino que cada época histórica ha tenido sus propias concepciones de la arquitectura, de lo que debía considerarse como tal y de dónde debía situarse el límite o franja divisoria entre la verdadera arquitectura y la edilicia o mera construcción.

LA CIUDAD IDEAL

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El nacimiento de la arquitectura va ligado a la necesidad del hombre primitivo, ya agricultor, de asentarse. Las primeras construcciones, tras unos primeros intentos en madera, hojarasca, cañas y cuerdas, debieron de ser cabañas circulares construidas con piezas de barro cocidas al sol y cubiertas vegetales.
Para los grandes imperios del Oriente Próximo, Egipto y Mesopotamia, en un primer momento la arquitectura en piedra que se reservaba para los monumentos funerarios, fue la reproducción de las construcciones de caña utilizadas por el pueblo en su vida cotidiana. Así nacieron, en Egipto, las mastabas, cuya superposición dio lugar a las pirámides, y en Mesopotamia apareció el zigurat. A estas tipologías se unieron pronto las de los templos. En cualquier caso, se trataba de una edilicia sacra y áulica dedicada a la exaltación y glorificación de los dioses y los soberanos.
Tras las experiencias del mundo prehelénico, en los palacios cretenses, en las fortificaciones micénicas y en las construcciones funerarias de las islas mediterráneas, la concepción de la arquitectura experimentó una variación en Grecia, donde se concebía al hombre como medida de todas las cosas. Existió una gran arquitectura, eminentemente religiosa o ceremonial, junto a la que aparecieron grandes conjuntos arquitectónicos dedicados al hombre y a sus actividades. Los arquitectos griegos construyeron teatros, palestras, odeones, mercados públicos... con la misma atención y cuidado con que se levantaron las «moradas de dioses». En cualquier caso, se trataba de una arquitectura destinada a ser vista desde el exterior, desarrollando en sus fachadas el lenguaje de los órdenes clásicos. No obstante, se consideraba que la arquitectura poseía un rango inferior al de las demás artes, dado su carácter manual.

GALERIA VITTORIO

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Durante el Imperio Romano y siguiendo a Vitruvio (siglo I a.C.), la arquitectura se consideró como una disciplina teórico-práctica encargada de «... la construcción, de la hidráulica, de la construcción de cuadrantes solares, de la mecánica y de sus aplicaciones en la arquitectura civil y en la ingeniería militar». La «arquitectura» se dedicó, en Roma, a construir edificios religiosos, civiles públicos y palacios, además de crear un modelo de vivienda doméstica: la típica domus romana.
Los fundamentos estéticos y técnicos del mundo antiguo fueron transmitidos a la Edad Media, entre otros caminos, por el tratado de Vitruvio De architectura. En el Medievo el término «arquitectura» se restringía a las grandes obras religiosas y, sólo en un segundo plano, hallamos algunas construcciones civiles de rango áulico que revelan preocupación por cuestiones estilísticas, si bien lo habitual en la arquitectura civil del momento es el interés por la estricta funcionalidad de los edificios. En el Livre de Portraiture de Villard d'Honnecourt (siglo XIII) se dan algunas observaciones sobre arquitectura que resultan las más ilustrativas que se escribieron durante la Edad Media. En este período comienza a darse una diferenciación clara entre el «operarius», que dirige la construcción, y el «artifex», que es quien trabaja en ella, dándose una evidente relevancia al primero. A finales de la Edad Media una nueva tipología civil alcanza el rango de gran arquitectura: son las lonjas, arquitectura civil pública que se sitúa junto a iglesias y palacios.
La concepción vitruviana de la arquitectura reaparece en el siglo XV con la obra de L. B. Alberti De re aedificatoria (Florencia [1450], 1485), primer tratado arquitectónico del Renacimiento. En él se confirma la consideración de las iglesias, los palacios y la arquitectura civil pública como los temas o tipologías principales de la «gran arquitectura» y, por primera vez, se despierta el sentido histórico de la valoración del pasado arquitectónico. Así, dentro de esta tendencia podemos encuadrar la generalizada opinión desfavorable hacia el mundo medieval, que es calificado despectivamente de «gótico», o «bárbaro». El propio Alberti, en su creencia de que el arte sólo florece con la prosperidad y el poder político, afirma que la buena arquitectura antigua surge y decae con el Imperio Romano y no hace mención alguna de las grandes catedrales medievales que, forzosamente, conoció. En cualquier caso, el Renacimiento representó la valoración del espacio y el culto a la proporción.
En el siglo XVI, y en especial con Palladio, Vignola y Scamozzi, una nueva tipología entra a formar parte de la considerada «Arquitectura»: la villa privada suburbana, entendida como residencia de recreo o, como en el caso de las villas de la región del Véneto italiano, como centro de unidades de economía agrícola. El Manierismo representó, a nivel estilístico, la ruptura del equilibrio y la proporción renacentista. Fue la introducción de los contrastes, de las inestabilidades.
Durante el Barroco, junto al triunfo de la arquitectura representativa y propagandística (iglesias, palacios...), se brindó una gran atención a la ordenación urbanística de los conjuntos monumentales y de las ciudades: recordemos el urbanismo de la Roma barroca o las ordenaciones urbanísticas de la ciudad residencial de Bath, Inglaterra en el siglo XVIII. Formalmente, fue el triunfo de los espacios unitarios, definidos por muros sinuosos y perspectivas engañosas.
El Neoclasicismo, si bien no introdujo ninguna novedad en lo referente a las construcciones consideradas como «arquitectura» durante los períodos anteriores, desde un punto de vista formal representó un abierto ataque a su estética, como se evidencia en las obras teóricas de Bellori, Winckelmann, Milizia... entre otros. Si el Romanticismo representó poco más que una moda a la hora de crear espacios, el Realismo introdujo tipologías arquitectónicas inéditas derivadas de las nuevas necesidades de una sociedad sociedad pujante: estaciones de ferrocarril, hospitales, bibliotecas, fábricas, etcétera.
A finales del siglo XIX y especialmente durante el Modernismo, la residencia de la burguesía se constituye en objeto de consideración artística. Con el advenimiento de nuevos materiales, como el hierro, el vidrio, el acero, el hormigón armado..., algunas construcciones consideradas en principio como obras de ingeniería alcanzan el grado de arquitectura artística, como sucedió con las construcciones de Gustave Eiffel.
En el siglo XX, con las tipologías correspondientes a los tipos tradicionales de la arquitectura — monumental, religiosa, áulica — coexisten otros de significado diferente; por ejemplo, las viviendas y urbanización de áreas residenciales como soluciones al acuciante problema del alojamiento para una población cada vez más numerosa. Ello ha llevado a interesantes conquistas que han permitido integrar, en algunos casos, la arquitectura de viviendas económicas dentro de la categoría de construcciones con rango de «arquitectura».
Evidentemente, con este brevísimo recorrido por diversos momentos de la arquitectura no hemos hecho sino aproximarnos a la visión que, desde nuestra cultura marcadamente occidental, podemos tener de la historia de la arquitectura y de algunas de sus tipologías. Quedan pendientes, para otro lugar y otro momento, estudios más profundos sobre las diversas concepciones de la arquitectura hechas desde ópticas más lejanas a las nuestras, como la oriental, por ejemplo.